Una nota de color que Hemingway sintetiza con claridad
periodística, marcando los detalles de una costumbre canadiense en
Milán.
Lejos de brigadas, bombas y fusiles, Ernest transita su crónica con la
mirada del viajero que se sorprende por la ingenuidad de los hechos.
Un relato distendido y alegre, en medio de la festividad
navideña.
José María Gatti
UNA FIESTA NAVIDEÑA EN EL NORTE DE ITALIA
Del Toronto Star Weekly, 22 de diciembre de 1923
La extensa, moderna,
antigua y parduzca ciudad norteña de Milán, estaba como encogida por el frío de
diciembre.
En las puertas de las
carnicerías había colgados faisanes, conejos, ciervos y zorras.
Helados de frío, los grupos de soldados vagaban por las calles para disfrutar del permiso navideño.
En el interior de los cafés la concurrencia tomaba ponches de ron calientes.
Oficiales de todas
las regiones y graduaciones -y diferente grado de embriaguez- acudían al café
Cova, que está frente del teatro La Scala, añorando poder pasar la Navidad con
sus familias.
Un joven teniente de
Arditi me contó cómo celebran la Navidad en los Abruzos; un lugar donde “se
cazan osos, y los hombres son hombres y las mujeres, mujeres”.
Chink se asombra con
la noticia de que en Vía Manzoni hay una
tienda donde distinguidas jóvenes milanesas venden muérdago, con el objeto de
recaudar fondos para la beneficencia.
Después de formar una
patrulla de exploración, lo más rápidamente posible, excluyendo a los
italianos, los borrachos y todos los oficiales con una graduación superior a la
de mayor, salimos del café Cova y nos dirigimos a la tienda en cuestión. A
través de la vidriera se puede ver nítidamente a las distinguidas jóvenes
milanesas; en la parte superior de la puerta hay colgado un enorme ramo de
muérdago. Entramos y empezamos a comprar desaforadamente. Salimos con un gran
cargamento de muérdago que repartimos entre mendigos, guardias, politicastros,
cocheros y criadas que pasan por la calle.
Vamos nuevamente por
el muérdago a la tienda. Es el gran día de la beneficencia. Salimos con otro
cargamento y ofrecemos ramitos a los periodistas, camareros, barrenderos y
conductores de tranvías con quienes nos cruzamos por la calle.
Volvemos al negocio; esta
vez nuestra presencia despierta la curiosidad de las distinguidas jóvenes
milanesas, pedimos insistentemente que nos vendan los voluminosos ramos que
están colgados en la puerta; pagamos bastante dinero por él y decidimos ofrecerlo
a un caballero, de aspecto rudo, que se pasea con chistera y bastón por la Vía
Manzoni.
El caballero lo
rehúsa: insistimos en que lo acepte. No quiere aceptarlo, porque supone
demasiado honor para él; le explicamos que es una costumbre canadiense ofrecer muérdago en una fiesta tan especial,
y que nos honrará si lo acepta. Vacila.
Llamamos un coche
para el caballero; todo esto es observado a través de la vidriera de la tienda
por las muchachas; lo ayudamos a
acomodarse en el asiento del vehículo, y ponemos el voluminoso ramo a su lado.
El carruaje parte, y el viajero se despide con palabras de agradecimiento y confusión
en el rostro.
Mucha gente ha
contemplado la escena. Esta vez, las distinguidas jóvenes milanesas, en el
interior de la tienda, están intrigadas.
Entramos en ella y en
voz baja le explicamos que en Canadá es costumbre ofrecer ramos de muérdago.
Tras esto, nos hacen pasar a la trastienda y nos presentan a las chaperonas, dos estimables damas: la condesa
de “Tal”, alta y campechana y la princesa de “Más Cual”, muy delgada, angulosa
y aristocrática. Nos retiramos. Nos comunican en voz baja que las dos damas
saldrán a tomar té dentro de media hora.
Salimos con otro
cargamento de muérdago y se lo ofrecimos ceremoniosamente al jefe de los
camareros del restorán Gran d’Italia; le emociona esta costumbre canadiense y
responde agradecido por el ofrecimiento.
Volvimos al establecimiento
y reafirmamos esta sagrada costumbre canadiense. Las dos chaperonas regresan de
tomar el té; nos lo advierten con un silbido desde la calle.
De esta manera, el
verdadero uso del muérdago fue introducido en el norte de Italia.
Ernest Miller Hemingway
Selección y traducción Mariano Barragán