-Adiós Jeminwey - gritó y recibió como respuesta la sonrisa del hombre.
Algunos años después cuando descubrió la dolorosa necesidad de escribir y comenzó a escoger sus ídolos literarios, Mario Conde supo que aquella había sido la última navegación de Ernest Hemingway por un pedazo de mar que había armado como pocos lugares en el mundo, y comprendió que el escritor norteamericano no se podía estar despidiendo de él, un minúsculo insecto posado sobre el malecón de Cojímar, sino que ese momento le estaba diciendo adiós a varias de las cosas más importantes de su vida.
... Ocho años fuera de la policía pueden ser muchos años y nunca había imaginado que resultara fácil volver al redil. En los últimos tiempos, mientras dedicaba algunas horas a escribir, o cuando menos trataba de escribir, el resto del día lo empleaba en buscar y comprar libros viejos por toda la ciudad para surtir el quiosco de un vendedor amigo del cual recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Aunque el dinero producido por el negocio siempre era poco, el Conde disfrutaba aquella ocupación de traficante de libros viejos por varias ventajas: desde las historias personales y familiares agazapadas tras la decisión de deshacerse de una biblioteca, quizás formada durante tres o cuatro generaciones, hasta la flexibilidad del tiempo existente entre la compra y la venta, que él podía manejar para leer todo lo interesante que pasaba por sus manos antes de ser llevados al mercado. La falla esencial de la operación comercial, sin embargo, surgía cuando el Conde sufría como si fuera heridas en la piel al encontrar viejos y buenos libros maltratados por desidia y la ignorancia, a veces irrecuperables, o cuando, en lugar de llevar ciertos ejemplares tentadores al puesto de su amigo, decidía retenerlos en su propio librero, como reacción incurable de la terrible enfermedad de la bibliofilia.
* Fragmento del libro Adiós, Hemingway de Leonardo Padura.